Domingo, tres y media de la tarde, Sevilla, 45°C a la sombra. Mi cuñao y yo hablando de fútbol o bueno, de lo que se suele hablar entre familia o de lo único que nos mueve a los dos. Hasta ahí todo normal, hasta que nos dimos cuenta de lo valientes que éramos de estar a esa hora hablando y no durmiendo la siesta tras almorzar.
Dormir la siesta es para cobardes o para gente sin planes, o para aburridos. Mi cuñao y yo decidimos seguir hablando como siempre, con alegría y picardía sobre fútbol. El del Madrid, yo del Sevilla, aunque con una pequeña diferencia: en su ciudad hace menos calor que en Sevilla (sí o sí).
Él no dejaba de insistir en que ser madridista es ser fiel compañero del mejor equipo del mundo, de sentir el blanco como nadie, de dejarte el alma animando al Real...
Yo me tragaba todo eso, como él se tragaba todas mis alabanzas a mi Sevilla, a su afición, a su casta y coraje...
Típico rifirrafe entre señores de equipos diferentes, hasta que él me lanzó lo siguiente: Imagina a un madridista.
Yo, atónito, le dije todo lo que simboliza a un madridista, o todo lo que me soltó él antes. Él, asombrado, me hizo valer todo lo que dije y me dio unas palmadas de satisfacción.
Lo que no se esperaba era que yo le devolviese la pregunta: Imagina a un sevillista.
Claro, él me soltó todo lo que le dije antes. Pero claro, es que yo soy sevillista. Es que siempre me puedo dejar algo. Y lo mejor de todo es que todo en un sevillista es imprescindible.
Cierto es que me nombró la afición, la casta y el coraje, la pasión de un sevillista... Pero se le pasó por completo aquellos sentimientos de agonía, ímpetu, desesperanza, impotencia, tristeza...
Yo, obviamente, le dije que claro, era normal que se le pasara, porque estamos acostumbrados a ver la cara bonita del fútbol. Madridistas y sevillistas estamos mal acostumbrados a ver muchas más luces que sombras. Pero un sevillista suele pasar con mayor frecuencia por esas sombras, esos sentimientos amargos, aquellos que hacen que florezca una pasión, un empuje y unas ganas de ganar más fuertes, una humildad previa que hace un campeón más fiero, un sentimiento que se esconde tras unos barrotes de plástico que emerge furioso cada vez que su equipo juega, sufre, gana.
Quizás el sentimiento se parezca al de estar hablando a las tres y media de la tarde bajo 45°C, quizás se pueda hacer el símil, y si lo hago, todo quedaría explicado diciendo que mi cuñao se fue a dormir la siesta porque su Madrid jugaba a la hora del partido del plus, mientras que yo, a las cuatro, con 45°C, me iba a animar a mi Sevilla frente a un FC Barcelona que todos decían que nos aplastaría. Total, nadie es capaz de imaginar a un verdadero sevillista... Como si alguien fuese capaz de imaginar a un verdadero loco aficionado al fútbol...
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